Las cosas empezaron así: entre la indiferencia y el menosprecio. Mi entorno inmediato durante mi niñez y adolescencia no ayudaban al encuentro entre la música de Frank Sinatra y yo. Mis viejos detestaban cualquier cosa relacionada con el idioma inglés (un idioma tan irritante y fascinante como cualquier otro). Mis hermanos tampoco aportaron una visión clara acerca de este cantante popular que yo veía cantar desde la pantalla del televisor. Cuando empecé mi personal formación musical lo mal juzgue como un old fart que había nacido con 50 años de edad y vestido de smoking cantando que ya había vivido como se le había cantado el orto. Siempre grave, siempre en salones elegantes con un público careta, rancio, reaccionario, vestidos tal cual él. Y, empaquetado todo el asunto en esos términos, lo dejaba a un costado y seguía mi camino. En mi camino me enteré que era un cantante digno de burla (Sid Vicious), que era un personaje digno de odio (Sinead O’Connor), que era La Voz y quedaba bien ganarse unos mangos cantando a dúo con él vía teléfono (Bono). Por las dudas me arme la respuesta standard “es un gran cantante pero no me interesa escucharlo” en caso de que alguien me preguntase acerca del tipo.
Pero aquí estamos. Las cosas cambiaron notablemente en los últimos años. Si ya me leíste antes, sabes que me obsesionan las listas. Desde el 2004 que quede enganchado con la de los 500 mejores discos de todos los tiempos de Rolling Stone, a los dos años llegó la de los 1001 discos (de la cual ya comenté). Este año compare ambas listas en lo que respecta a cuales son los discos en común entre ambas y de esta nueva lista llegue a la conclusión de que tan solo me faltaban 40 discos para tener todos esos registros alabados en sendas publicaciones. Dos de esos discos son de Frank Sinatra, a saber: In The Wee Small Hours (’55) y Songs For Swingin’ Lovers (’56). Este último figura también en una lista que hizo la revista inglesa Wire en su número 100 allá por junio de 1992 con los 100 mejores discos jamás hechos (cosa de la que yo me enteré el 2004). Me los bajé queriendo probar con mis oídos a que se debe que de diversas fuentes se saluda con fervor estos discos. Y escuchándolos llegue a otro rincón de mí.
En este 2010 con aroma a vacante, escuchar a Frank tiene su encanto y me empuja a reflexionar y a escribir. Tengo 35 años y el disco tiene 55 años. Me siento a escucharlo como quien se sienta a escuchar a un amigo entre mate y mate. Y la sensación de soledad y melancolía son tan palpables en el registro que algo en mi busca llorar. También hay suave cinismo y dulces desencuentros. En “In the wee small hours” está eso que luego alguien como Scott Walker tomó para arroparlo de existencialismo vía Brel. Yo tenía que llegar a estos días para entenderlo al bueno de Frank y saberlo a millones de años luz de aquellas pálidas actuaciones televisivas que no hablaban muy bien de él. Hoy me resulta imposible unir aquellas imágenes con esta música embellecedora. Yo tenía que envejecer y extrañar, vivir ciertas magias y recibir rechazos para saber a que le canta Frank Sinatra aquí. Ni aun habiéndolo querido lo podría haber procesado así ayer. Porque no se me había permitido volar hasta que desperté de la pesadilla y me lo permití a mi mismo. Y volando, solo volando, se aprende cuanto duele amar y como ese amor nos define. Que vamos a vivir todos los instantes de nuestro tiempo dando de comer de nuestro amor y eso es todo.
Cuando llego a Songs for swingin’ lovers el humor de la música cambia bastante. Acá está más pícaro, más winner si se quiere. En el disco anterior lloraba los amores perdidos, en este celebra los amores encontrados. De una desilusión reposada al baile sinuoso y precioso de una nueva ilusión: tal cual nos pasa a todos. Sin embargo, a pesar de lo exuberante de su alegría, al viejo Frank no se le ocurre cancherearnos como me parecía en el pasado. Su asombrosa voz nos suma a la celebración, no nos deja afuera. Ayer era compañero de lastimaduras, hoy acrecienta nuestra felicidad al sabernos elegidos por vaya a saber que suerte. Amor acariciado en sombras de esperas en soledad que brilló, que brilla, que brillará. No sé que es lo que nos encontramos, que fue lo que caminamos. No sé ni quiero saber. Ella es una santa de ojos llenos, yo me olvide de acobardarme. Nos ponemos los dos juntitos a escuchar la luna llena de calor de noviembre y a suspirarnos al oído las canciones de los amantes del zarandeo. Movemos nuestros cuatro pies con el ritmo. Hace rato nos volvimos a vestir y a los dos se nos olvida pensar acerca de lo que va a pasar mañana. Ella se mira su ropa, yo hojeo una revista. Ella busca otra vez mi beso, los dos miramos la ligustrina por las ventanas abiertas que creció desmesurada y hay que cortarla y me da fiaca cortarla. Ella se queda mirando a no sé donde y yo la miro mirar. Dentro de un rato ella se tiene que ir, empieza a despedirse por un largo tiempo de pocos minutos acariciando mis dedos rotos, acariciando las cicatrices, los lugares donde debería haber dedos pero ya no los hay. Solo en fotos me fijo y me acuerdo de que me faltan, solo en fotos y ahora con su tacto de dulzura. Después de que ella se fue, escucho los dos discos seguidos en soledad y llore mucho. De alegría y tristeza. De pena y de emoción. Y me preparo para trabajar para que todos mis sueños se vuelvan realidad.
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