2 – Yo ya había leído un extracto de esta obra en algún suplemento Radar de una fecha que hoy no logro recordar. Sí recuerdo que ese fragmento trataba sobre esa parte del libro dedicada a The Last Poets (a quienes aun no escuche) Y Gil Scott-Heron (a quien sí escuche). Por esas cosas de las actitudes de uno, yo le doy más bola a The Wire que a Radar. En fin, quizás esto algún día cambie.
3 – El libro consiste en 33 capítulos dedicados a 33 canciones pero no de manera exclusiva. Mientras una canción es analizada, otras tantas de la misma época y contexto son analizadas también. Todo comienza con “Strange Fruit” de Billie Holiday, la canción más triste que yo haya podido escuchar (de hecho, hace varios años atrás pensé en escribir acerca de esta canción pero nunca encontré las palabras necesarias para rendir homenaje a su pavoroso dolor, hoy con Lynskey y Diego Fischerman ya tienen escritos interesantes al alcance de la mano). Y todo termina, luego de más de 800 páginas (el libro en su total llega a las 943 páginas con apéndices e índices) con “American Idiot” de Green Day en donde demuele con argumentos, el tema “Waiting on the world to change” de John Mayer. En el medio hay montones de historias que leer, muchas desde EE.UU y el Reino Unido pero también desde Chile, Jamaica o Nigeria, por ejemplo.
4 – Uno puede encontrarse en esta obra con las idas y vueltas de un Phil Ochs y de cómo su vida y legado fue releído por un Billy Bragg. Uno puede leer sobre el colectivo anarquista conocido como Crass y sobre vida y muerte de Víctor Jara. Desde los hippies hasta los cultores del hip-hop. Desde las luchas de los sesentas a las apatías que desde los noventas parecen ser las protagonistas de estos tiempos enrarecidos por la inmovilidad. Y, más allá, de las historias y las opiniones, uno se puede encontrar con textos tales como esa parte que aparece en la página 94: “Su descripción de aquella enajenación recuerda al personaje del involuntario mesías en La vida de Brian: ‘¡Jodeos!, les espeta. Oh, ¿y cómo deberíamos jodernos, Señor?, contesta la congregación, impasible.’” Lástima que olvido mencionar a los Monty Pyton, los autores de esta película que aun no vi. Y me queda algo más que objetar.
5 – “Joder, tío, sí que eres un gilipollas”. Esta frase va para el traductor al español Miquel Izquierdo. Lo digo con estas palabras para señalar el fastidio ante tanto localismo que terminó arruinando un hermoso libro. Como pasa con cada libro que viene de España, hay que soportar las insufribles adaptaciones al contexto que hacen los españoles cuando traducen. Se nota que no se preocupan por el resto del mundo hispanoparlante, que va a tener que fumarse esos términos del orto, por usar unos localismos argentinos. Para la próxima edición de esta obra, al menos tengan la amabilidad de citar como figura la palabra en el original inglés, así uno elige si quedarse con la labor del traductor o traducir uno mismo con el localismo que le plazca.
6 – Este libro es un ladrillo de importancia, inclusive, con la decisión de colorear de rojo los bordes de cada página, hasta lo parece realmente. Como suele pasar con los libros de gran dimensión que vienen de España, al estilo biblias, no es un libro barato. Pero vale la pena la inversión.
7 – Cuando terminas de leer el libro, es como que te queda un gusto amargo en la boca, algo que creo que al autor también percibió y por eso trabajó en un epílogo como para cerrar el asunto de manera más prometedora. Hoy ya no hay más canciones de protesta y hay muchísimo de lo cual se podría protestar. Dorian termina señalándonos que quizás la gente encontró nuevas maneras de canalizar sus protestas, como por ejemplo protestar en Internet. También señala que la gente simplemente no sabe o no puede o no quiere exigirles a los cantautores populares nuevas canciones de la resistencia, y estos últimos tampoco sienten la urgencia de componerlas. Todo esto dicho desde la perspectiva de los países centrales. Voy a tratar de ensayar alguna respuesta en la Argentina de 2019.
8 – Tampoco nosotros tenemos más canciones de protesta, al menos es lo que yo alcanzo a notar. Por supuesto, no se debe a que todo esté bien, muy al contrario, hoy más que nunca hay demasiado por lo cual protestar. Pero hay varios factores a pensar al considerar esta falta. Primero: los cantantes de protesta de ayer terminaron diciendo un montón de pelotudeces y se quitaron autoridad a ellos mismos. Segundo: los que no perdieron lucidez, perdieron urgencia, ya no hay más sed que calmar, ya no hay más escasez en sus cómodas vidas, han transmutado sus valores artísticos a cambio de los premios de la industria del entretenimiento, ya no hay ninguna necesidad de combatir nada en particular. Tercero: el público también perdió su urgencia, pagamos nuestra entrada para que nos entretengan, no para que nos sacudan, nadie parece querer asumir la responsabilidad que le toca por el estado de las cosas. Cuarto: quizás aún persisten aquellos que desean cambiar ciertas cosas pero parecen faltos de fe; después de todo, ¿a quién podrías creerle si llega a cantar una canción de protesta, si luego las cosas cambian para desmejorar, si luego todo termina en el cantorcito peleador, realista, que no le hizo nada a la realidad, al menos no a la realidad de muchos? En realidad, no es que falten canciones de protesta, lo que falta es poner a la imaginación en marcha.
9 – A decir verdad, los buenos tiempos nunca han estado aquí ni allá para que haya alguien que lo atestigüe. Solo que hasta hace poquito a la fe se la ponía a funcionar, alguien cantaba algo con la fe de que a alguien más le iba a resultar útil, yo estoy escribiendo esto con esa misma fe. Escribir esto es quizás mi forma de cantar mi canción de protesta. Solo quiero que las culturas sean tan movilizantes como parecen haberlo sido ayer. No es que cantar una canción de protesta va a ser que las cosas cambien, pero no alimentar el anhelo de que las cosas cambien solo nos conduce a alimentar lo peor de nosotros, a darle de comer a esa bestia que no sabe quiénes son los demás, ni que es lo que los hace gozar o padecer. Una bestia que no conoce de hermandad, ni de piedad, ni de humildad, la soledad, la locura o el miedo a morir. Una bestia que lo único que sabe hacer es pasar su tiempo entretenida en el paraíso del confort posmoderno.