Se despertó de su sueño en una habitación llena de luz. Hacía mucho, mucho calor. Estaba sentado en una silla y había tenido su cabeza apoyada sobre la mesa por un tiempo indefinido. Apenas abrió los ojos notó que no tenía hambre, no tenía sed. Tampoco tenía nada para decir. ¡Y qué suerte! Porque se quedo sin boca. Como aquel personaje de la película Matrix. Hubiese querido tener un espejo a mano para cerciorarse de semejante circunstancia. Pero sus sentidos se lo indicaban. Ya no podía sentir los labios, los dientes, el paladar con su cálido gusto a saliva. La húmeda lengua. Todo aquello era recuerdo. En la mesa había té con menta y licor de mandarinas. También había pan viejo y seco. Nada más. Todo esto tenía olor y percibía temperatura. Afuera estaban los ecos de los perros ladrando. Los ojos, adormecidos aun, se le humedecían, desacostumbrados a la luz excesiva. Tanta luz invasora que llegó después de la asombrosa sabiduría. ¡No tener boca! Se tocó la cara con las manos y luego fue subiendo los dedos para coronar el cráneo y también se asombró al notar que no tenía cabello. Siguió inspeccionando su cuerpo que estaba pálido, seco, largo, flaco. Parecía maquillado con la cal de los huesos. Se puso a reír y se le río todo el cuerpo y le pareció que emitió sonido. Apenas lo notó, se puso a zumbar canciones con sus apagadas cuerdas vocales, tapadas atrás de la bóveda cancelada. Una cueva bloqueada que apuntaba, toda rara, toda callada, al calor de la luz. Su mente seguía alentando perplejidades. Nada le puede sugerir como estar así hoy, como estar sin boca. Podría morir de seguir así. O por ahí ya está muerto. ¿Estar muerto y seguir sintiendo todo así? ¿Con una frente transpirando melodías? Y se seguía riendo, como se reiría la gente que no tiene boca. Luego, con unos pocos movimientos, abrió de par en par las ventanas de su cabeza, abrió su febril frente como si fuese una bolsa y sustrajo colores que parecían lava suave. Bastante celeste con algo de amarillo que se mezclaban con un verde que surgió de una herida en el aire cálido de la habitación. No tenía nada para decir pero había cosas por hacer. La risa. La melodía. La perplejidad. El color. El calor. Los colores se agitaban en sus manos que hacían remolinos en el aire. Los colores subían en espiral a la cumbre del techo, se condensaban y caían como semillas hacia el piso. Un suave piso todo desparramado en el suelo. Y siguió sentado, con los ojos sonrientes. Siguió sentado, en el medio de mi mente, mirando las paredes interiores de mi cráneo, llorando de felicidad.