Hay dos tibiezas que recuerdo de mi infancia. En ambas yo estaba acostado en mi cama. Por varios días fuimos tres hermanos durmiendo en la misma habitación. Mis dos hermanos mayores se preparaban para ir a sus trabajos, se despertaban un rato antes de lo necesario y escuchaban la radio matutina, llena de músicas mágicas y voces de ensueño. Sin necesitar estar despierto a esa hora por ninguna obligación, los angeles me despertaban para poder probar con mis oídos ese encuentro, en los cuales yo casi ni hablaba. Bueno, creo recordar que ellos tampoco hablaban, o bien hablaban poco. Lo que es seguro es que los tres estabamos unidos, amparados por esa radiotransmisión.
Mis dos hermanos y yo: a los tres nos dieron paliza, a los tres nos dieron calabazas, a los tres ni nos dieron las gracias.
Cada cual, a su modo, dejó ese dormitorio en el pasado.
La otra tibieza se dejaba escuchar desde la cocina. Desde allí venían los rumores inciertos de las conversaciones triviales y profundas de mis viejos (mis viejos siempre fueron viejos, desde la primera vez que los ví bien). Tan agrios entre ellos y con los demas el resto del día, en cambio, en las mañanas frágiles de los sábados, había una ternura tímida floreciendo inesperadamente. Era como si sus voces se acariciaban gentilmente. Una dulce magia imposible de hallar en otra parte, imposible de presenciar también. Por más temprano que me levantara a verlos desayunar, mi sola presencia rompía el hechizo.
Recuerdo esas dos tibiezas como quien recuerda perlas o todos esos otoños de chocolate y té. Mis manos frías en los pies tibios de ella. Recuerdos estas dos tibiezas, son tantas las que no recuerdo ahora, pero estas memorias citando a mi familia, que tantas lágrimas de rabia me sacó y me saca, ahora me hacen llorar de gratitud. ¡Salud a las hermosas mañanas del ser que despierta!¡Salud a estas imagenes que se ven borrosas, justo en frente de mi cara!